Escribí tantas cosas en tu nombre
aunque creas, todavía, que sigo mintiendo.Me maté yo mismo, desangrándome,
para poder salvarte de estas llamas
en las que sólo me voy consumiendo.
No está en mis testamentos
-que infinitas noches me reclamabas-
la fórmula perfecta de la felicidad
que querías encontrar en los pliegues de la almohada,
en la brisa que dejaba el vaivén de las sábanas.
Nunca apostaste por mi
-como yo lo hice en tiempos pasados-
contra la muerte mano a mano.
Jugarse el insomnio, la sombra
o el espíritu de tu cuerpo, que en algunas noches
por mi habitación aún sigue rondando.
En todos aquellos últimos encuentros,
recuerdo claramente, después de aquel abrazo
como tu mirada, de sólo hacer memoria,
al tiempo mismo y a mi alma helaba
y hoy, sin ir más lejos, continúa congelando.
Siempre me reprochabas
que sólo me importaba mi propia felicidad.
Yo dejé en tus manos mi vida entera,
esperando que de vos dependiera ser feliz
desde el día que quedé ciego al mirarte a los ojos,
poniendo fin a tanta tempestad empapada de gris.
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